El decreto 0639 de 2025, firmado por el presidente Gustavo Petro para convocar una consulta popular sobre la reforma laboral, marcó uno de los momentos más delicados para el equilibrio institucional colombiano en los últimos años. La decisión fue suspendida por el Consejo de Estado, que advirtió sobre presuntas irregularidades de procedimiento, particularmente la omisión de la autorización previa del Senado, exigida por la Constitución para este tipo de mecanismos.
Aunque el gobierno presentó el decreto como un acto legítimo de participación democrática, lo cierto es que la reforma ya había sido rechazada por el Congreso y, antes de eso, había fracasado también una solicitud de consulta legislativa. En ese contexto, la convocatoria directa por decreto fue vista por amplios sectores como un intento del Ejecutivo de forzar su agenda social pasando por encima del procedimiento representativo.
Petro defendió su decisión señalando que la negativa del Senado fue “fraudulenta” y que el decreto sería retirado si el Congreso aprobaba la reforma en los términos esperados. Sin embargo, su estrategia incluyó elementos que provocaron más tensión. Durante un evento en la Plaza de Bolívar, el presidente ondeó una bandera roja y negra —símbolo históricamente asociado con confrontación— y pronunció la frase “libertad o muerte”, encendiendo el debate público por su carga simbólica en medio de un ambiente ya polarizado.
Pocos días después, el país vivió un episodio que agravó la crisis política: el atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay, ocurrido en Bogotá durante un acto de campaña. El agresor fue un menor de edad, y aunque no se ha confirmado un vínculo directo con grupos armados, surgieron hipótesis que apuntaban a redes criminales bajo la órbita de alias “Mordisco”, comandante de una disidencia de las FARC, quien negó toda responsabilidad.
La reacción del presidente al atentado fue criticada por su tono. En lugar de limitarse a un mensaje de condena institucional, Petro publicó en su cuenta de X que el clima de tensión se originaba en el hundimiento de la reforma laboral por parte de ocho senadores de la Comisión Séptima. “El pueblo debe saber quiénes fueron”, escribió. Varios legisladores interpretaron esa frase como un señalamiento político que, en el contexto de un atentado reciente, resultaba inapropiado y riesgoso.
A este episodio se sumó la polémica decisión de encargar temporalmente las funciones presidenciales a Armando Benedetti, exembajador investigado públicamente tras los audios de 2023 donde hablaba de supuestas irregularidades en la financiación de la campaña presidencial. Aunque la Constitución permite que un ministro asuma en ausencia de la vicepresidencia, no se conoció una justificación formal que explicara por qué no se delegó en Francia Márquez, vicepresidenta constitucional.
El Consejo de Estado actuó con celeridad y suspendió el decreto de consulta como medida preventiva. Aunque no se pronunció aún sobre el fondo, la decisión envió un mensaje institucional: en democracia, los mecanismos de participación ciudadana no pueden imponerse al margen del debido proceso.
La reforma laboral es un tema legítimo de discusión. Sin embargo, el camino institucional debe respetarse. No se puede sustituir el debate por el decreto, ni el disenso parlamentario por el señalamiento público. En una democracia frágil, con antecedentes de violencia política, el lenguaje importa, los símbolos importan y, sobre todo, el respeto por los contrapesos importa.
El riesgo no está solamente en una reforma. Está en normalizar formas de ejercer el poder que reducen la legitimidad del Congreso, erosionan la independencia de las instituciones y polarizan aún más a una sociedad ya profundamente dividida.
Colombia puede cambiar. Lo necesita. Pero solo puede hacerlo dentro del marco de la ley. Esa es la diferencia entre gobernar con autoridad y gobernar con arbitrariedad.