Vivimos tiempos oscuros. Tiempos en los que el sicariato se vuelve rutina, la violencia gana terreno y los valores que antes nos sostenían como nación —la honestidad, el respeto, la vida— parecen disolverse entre aplausos ciegos y discursos de humo. El país está en una encrucijada ética y política, y es hora de decirlo con todas sus letras: Colombia se le salió de las manos al gobierno.
En medio de esta crisis, asesinaron a Diego Pineda Maestre. Cantante, creyente, joven lleno de sueños. Fue emboscado y ejecutado a sangre fría en Bogotá. Aunque las investigaciones apuntan a un hurto, no podemos ignorar el contexto: Diego era parte de una comunidad cristiana atacada sistemáticamente por sectores ideológicos radicales; su familia ha sido políticamente activa, y el partido que representaba ha sido blanco de burla y hostigamiento desde las redes sociales hasta los más altos escaños del poder.
En este país que dice buscar la paz, pareciera que ser bueno es un peligro. El que estudia, trabaja y predica la fe recibe burlas; mientras tanto, al que empuña un arma, trafica o manipula masas.
En Colombia se le premia con contratos, reconocimientos o indulgencias desde el Estado al agresor.
¿Cómo se explica que desde las mismas «bodegas» del oficialismo se ataque a movimientos religiosos y partidos decentes como MIRA, que —sin escándalos, sin corrupción, sin violencia— han construido una propuesta limpia, ética y coherente? ¿Por qué se aplaude con fervor a quienes fomentan la división, normalizan el irrespeto y premian la mediocridad?
El país necesita despertar. No con odio, pero sí con coraje. Necesitamos recuperar la sensatez, esa brújula moral que nos permita dejar de endiosar caudillos que glorifican al infractor mientras ignoran al ciudadano honesto. Gobernar no es hacer discursos, es proteger vidas. Es construir, no polarizar. Y cuando un líder —por acción u omisión— alimenta el caos, entonces la ciudadanía tiene el deber moral de exigir rendición de cuentas.
Hoy la pregunta no es solo quién mató a Diego, sino qué Colombia estamos construyendo cuando su muerte pasa como una estadística más, y su voz, como la de tantos otros, se apaga sin justicia. ¿Cuántos más deben morir para que entendamos que el verdadero enemigo no es quien piensa diferente, sino quien nos quiere ver divididos, silenciosos y resignados?
No es tarde para reaccionar. Pero el tiempo se agota.

¿Será que no reglamentan porque los niños no votan?
En Colombia, proteger a los niños se volvió un acto simbólico. Una promesa vacía que se firma en el Congreso, se celebra con discursos, y se entierra en los escritorios del poder. Porque sí, hay leyes. Pero muchas siguen sin reglamentar, sin presupuesto, sin aplicación real. Y eso no es culpa del Congreso: es responsabilidad directa del Ejecutivo, que ha fallado en hacer su tarea. Y a eso se suma la inoperancia de entidades como la Fiscalía y el ICBF, que, por acción u omisión, se han convertido en cómplices de la negligencia.
Y uno no puede evitar preguntarse:
¿Será porque los niños no votan?
No llenan urnas. No representan capital político. No son trending topic. Por eso, mientras las cámaras se apagan y las noticias cambian de tema, los abusos continúan. Como el reciente caso del Centro Infantil Canadá en Bogotá, donde al menos una docena de niños de 3 y 4 años habrían sido víctimas de abuso sexual. Una tragedia que desnudó lo que muchos sabemos hace rato: el sistema de protección infantil de Colombia no funciona.
El Congreso hizo su parte. Aprobó leyes. Pero el Ejecutivo, encabezado por un presidente que se jacta de ser “del cambio”, no ha reglamentado muchas de esas leyes. ¿Dónde están los decretos, los manuales, los protocolos, los fondos asignados? No están. Y mientras tanto, los centros infantiles operan sin supervisión adecuada, los agresores se infiltran como educadores, y los niños… callan. Sufren. Esperan.
¿Y la Fiscalía? Bajo el mando de una fiscal general afín al petrismo, no se ve una respuesta firme, rápida ni contundente. La justicia llega tarde o nunca. Las investigaciones se diluyen. Y el mensaje es claro: no pasa nada. La impunidad gana.
¿Y el ICBF? Hoy parece más una oficina de relaciones públicas que una institución de protección. ¿Dónde estuvo cuando se denunciaron irregularidades en la contratación de los centros? ¿Dónde está su liderazgo en la prevención, el seguimiento, la vigilancia real?
Esta no es una crítica política a Colombia. Es una denuncia humana. Los niños no votan, pero los adultos sí. Y tenemos que hablar. Gritar. Exigir.
Porque si el presidente no reglamenta, si la Fiscalía no actúa, si el ICBF no protege, entonces ¿quién lo hará? ¿Quién va a defender a esos niños que no tienen voz ni voto, pero que sienten el dolor más profundo?
La infancia no puede seguir siendo invisible. No puede depender de si conviene políticamente o no.
Reglamenten. Protejan. Hagan su trabajo. Porque ya basta de traicionar lo más sagrado que tiene una nación: sus hijos.