La reciente propuesta del expresidente Juan Manuel Santos sobre una eventual alianza con el expresidente Álvaro Uribe, con quien ha mantenido una relación política fluctuante, con el fin de “salvar la democracia”, ha generado un debate profundo en la opinión pública. Esta iniciativa llama la atención, no sólo por su contenido político, sino por el papel que el mismo Santos ha jugado en decisiones históricas que han contribuido, estructuralmente, a las tensiones que hoy enfrenta el país.
Desde los años noventa, Santos ha sido un actor político central en el diseño de la política nacional, particularmente en relación con los diálogos con grupos armados. En 1997, incluso antes del gobierno de Andrés Pastrana, promovió acercamientos con las FARC en Costa Rica y posteriormente apoyó la idea de una zona de distensión. Durante esos años se le ha vinculado, según reportes de inteligencia, con comunicaciones indirectas con altos mandos guerrilleros, lo que posteriormente se reflejaría en su papel como presidente.
Uno de los momentos más representativos de su gobierno fue la firma del Acuerdo de Paz en 2016. Aunque fue celebrado internacionalmente, y le valió el Premio Nobel de Paz, internamente generó fuertes divisiones. El plebiscito convocado para legitimar el acuerdo fue ganado por el “NO”, pero el texto fue implementado mediante el procedimiento legislativo especial para la paz, aprobado por el Congreso. Esta decisión, para muchos sectores, significó una ruptura del principio democrático y el inicio de un periodo de institucionalidad fragmentada. El concepto de una “PAX” impuesta, más que una paz con legitimidad popular, fue adoptado como símbolo de una reconciliación forzada.
En paralelo, decisiones estratégicas como la venta de ISAGEN a Brookfield Asset Management en 2016, privaron al Estado colombiano de una de sus empresas más rentables en el sector energético. Con más de $500.000 millones anuales en utilidades, ISAGEN representaba una fuente de ingresos estable para el país. Su privatización redujo la soberanía energética, incrementó la dependencia de importaciones (particularmente desde Ecuador y Estados Unidos), y afectó directamente las tarifas y el balance comercial del sector. Según estimaciones, desde su venta el Estado ha dejado de percibir más de $4 billones en dividendos.
En el ámbito de justicia transicional, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), diseñada como parte central del Acuerdo, ha sido criticada por ofrecer beneficios jurídicos amplios a excomandantes de las FARC, incluso en casos graves como el reclutamiento forzado de menores. En noviembre de 2023, la JEP imputó a seis excomandantes por el reclutamiento de más de 18.600 niños y adolescentes entre 1971 y 2016. Se documentaron casos de violencia sexual, abortos forzados y tratos inhumanos. Algunos de los comparecientes, como el hoy senador Carlos Antonio Lozada, han sido señalados en testimonios por actos especialmente graves, lo que ha generado indignación pública. Este tipo de afirmaciones, al sugerir consentimiento de menores de edad en contextos de guerra, han sido condenadas ampliamente por organizaciones de derechos humanos.
Adicionalmente, varios exfuncionarios del gobierno Santos integran actualmente el gabinete del presidente Gustavo Petro. Esto ha alimentado la percepción de continuidad entre ambos proyectos, en especial considerando que en 2014 el entonces alcalde Petro respaldó públicamente la reelección de Santos. La relación entre estos dos sectores políticos ha sido más colaborativa que antagónica, pese a los matices ideológicos que los diferencian.
En este contexto, resulta particularmente relevante evaluar los llamados recientes a construir frentes democráticos por parte de quienes han ocupado el centro del poder durante décadas. Las soluciones sostenibles a las crisis institucionales actuales no pueden surgir sin una revisión crítica de las políticas y decisiones que las provocaron. Más que alianzas circunstanciales, el país requiere coherencia histórica, responsabilidad con las víctimas, y un compromiso real con la justicia social y económica.
Reencauzar el rumbo institucional exige más que discursos de unidad: exige reparar lo que se desvió, rendir cuentas por lo que se impuso, y construir sobre fundamentos éticos que no se acomoden al vaivén de las coyunturas políticas.