Iba en la línea 5 del metro de Santiago, con la cordillera de los Andes como telón de fondo grisáceo, cuando sonó Vienna de Billy Joel. En ese instante, mi mente viajó directo a la escena de ‘De los 13 a los 30’ donde Jenna Rink descubre, demasiado tarde, que se adelantó a la vida. Que anhelaba volver a los trece, a la simpleza del hombro de los padres, a la melancolía de lo que ya no eres.
Y entonces caí en cuenta: una vez que cruzas la frontera de la adultez, no hay ticket de vuelta. Suena obvio, lo sé. Pero no es hasta qué estás aquí, sumergido en responsabilidades que parecen vitales y preocupaciones que se vuelven domésticas, cuando entiendes el peso de esa frase.
Me pregunto si disfruté lo suficiente mi infancia, o si, como Jenna, solo quise crecer demasiado rápido. Porque ser adulto en 2025 se siente, a veces, como un timo. La estabilidad es un fantasma: las oportunidades se esfuman, la promesa de que la universidad te aseguraría un futuro se desvanece en un sistema que gira sin parar. Y no es cosa de un gobierno o un país. Pasa en Santiago, en Madrid, en Nueva York. El mundo globalizado es cada vez más etéreo, y el sueño de la casa propia se convierte en el sueño del arriendo con canon congelado.
Hace poco hablaba con mi madre de mi “estabilidad”. Me decía que, si no encontraba algo pronto, debía volver a La Serena, a la casita rural en la cuarta región. Pero mi estabilidad ya no se mide en contratos indefinidos ni en sueldos fijos. He aprendido a malabarear con la bondad de mis redes de apoyo y con la disposición de ayudar a quienes lo necesitan. Mi garantía, hoy, es la confianza que genero en mis entornos. La capacidad de demostrar, con actos, que soy una persona confiable.
Suena loco, ¿verdad? Sin trabajo estable, sin grandes ingresos, y aún así logro pagar mi arriendo a tiempo. Todo gracias a la confianza que le generé a Myriam, mi amiga y dueña de este espacio que llamo hogar. Con trabajitos freelance (mantener un sitio web, algún diseño de piezas) mantengo la rueda girando. Es angustiante, sí. Pero también te das cuenta de los brillos simples de la vida: mi gata Diana que ronronea sobre la cama, la cordillera que se ve desde la ventana, la certeza de que, a pesar de todo, sigues adelante.
A veces me pregunto si otra decisión (otra carrera, otra universidad, etc) me habría llevado a una vida “más estable”. Pero, ¿quién está realmente estable hoy? A menos que hayas nacido en una cuna de oro, la solvencia parece un espejismo. He visto a amigos esforzados perder sus ingresos de la noche a la mañana, sumergirse en procesos financieros estresantes. Y no, no es solo el capitalismo ni el gobierno de turno. Es la vida efímera e hiperconsumista en la que estamos inmersos. El problema no es el juego, es que a nadie nos enseñaron las reglas.
Como dice Common People de Pulp, si tienes respaldo familiar, siempre habrá alguien que te salve de la pieza llena de cucarachas. Si no, te toca fumigar una vez por semana y resignarte. Por eso, mi compañera de cuarto es Diana, una gata de un año que vigila mi estabilidad emocional frente al asco y la fobia.
Pensar que en mi infancia creía que a los 27 podría estar pensando en adoptar un hijo, en comprar una casa, en tener un trabajo estable. En cambio, escucho a mi tío preguntarme: “¿Cuánto es lo que más has durado en un trabajo? ¿Un año? Bueno, todos los genios deben empezar en el fracaso… Ya llegará tu momento”.
Me he resignado a que esa imagen de la casa propia, los hijos, el golden retriever y el patio con pasto es una película de Disney que difícilmente viviré. O quizá sí. La vida es aleatoria, y negarse a la posibilidad sería como negarse a uno mismo.
Mientras tanto, aquí estoy: viajando en el metro, observando la cordillera, pensando que quizá solo soy un adolescente que nunca supo crecer. Como la mayoría de los adultos, al fin y al cabo. Y me doy un poco de paciencia, esperando que, algún día, alguno de mis currículums sea respondido y pueda comprarle un rascador más bonito a Diana.